"Es como si arrancaran mi corazón": el grito de los Nukak contra su extinción
El pueblo indígena vive en el corazón de la selva colombiana.
Hace 30 años y entre las balas del conflicto colombiano se obró un pequeño milagro antropológico: la frontera del hombre blanco avanzó hacia lo profundo de la selva y se topó con los Nukak, una tribu de cazadores recolectores que décadas después grita desesperada por ayuda para frenar su extinción.
En 1988, cuando se produjo el primer contacto regular, se estimaba que su comunidad la formaban cerca de 1.500 personas, hoy son apenas 600 que luchan por mantener su forma de vida: el nomadismo, mientras lidian con el gran choque mental que supone entrar en la historia.
Según la ONG Survival, los Nukak son una de las 32 tribus colombianas en "riesgo inminente de extinción".
Su territorio ancestral está ubicado en el amazónico departamento del Guaviare, un territorio en buena medida inexplorado y un auténtico vergel que ha atraído a colonos campesinos y cocaleros.
Uno de los miembros de esa comunidad es Pablo (nombre ficticio), que recuerda a Efe como a sus diez años se encontró por primera vez con el hombre blanco.
En un español tembloroso y sin fijar la mirada en su interlocutor sonríe y recuerda cómo fue su primer contacto con los cocaleros que querían adentrarse hacia su territorio: "Yo dije: 'no, allá no vayan, hay mucho caníbal'".
En las más de 954.000 hectáreas que conforman su resguardo, entre los ríos Guaviare e Inírida, no hay ni ha habido nunca antropófagos, pero el subterfugio le dio algo de tiempo para continuar viviendo en un territorio reconocido y protegido sobre el papel por las autoridades, pero del que han tenido que huir.
Para lo que no sirvió el engaño fue para evitar que a su familia llegara la gripe que diezmó a su pueblo. El padre de Pablo fue una de las primeras víctimas de una enfermedad occidental que los Nukak nunca habían padecido y para la que no estaban biológicamente preparados.
Tampoco sirvió para evitar el drama del conflicto armado que se ha alimentado durante décadas con el combustible del narcotráfico.
El Guaviare, que sería una bendición agrícola en cualquier otro lugar del mundo, se ha convertido en una maldición para unos habitantes que han visto como la coca se ha convertido casi en monocultivo en la región.
Tras los primeros colonos llegó la violencia: las FARC y los paramilitares convirtieron el territorio de los Nukak en un campo de batalla para controlar la producción de coca; los indígenas conocieron bien temprano los rigores de la "civilización" y se convirtieron en "daño colateral".
Obligados a abandonar su tierra, colonos y grupos armados se dieron cuenta de que los necesitaban para adentrarse por un territorio tan hostil como el de la selva amazónica.
Por eso recurrieron a ellos, unos los alistaron con engaños y los otros los han reducido a una suerte de semiesclavitud del siglo XXI; trabajo a cambio de un plato de comida.
Y siguen sufriendo los coletazos del conflicto, la "mata maldita" sigue muy presente en uno de los departamentos donde las disidencias de las FARC son más poderosas.
Por eso, algunos de ellos han dejado el Guaviare para desplazarse hasta la selva de asfalto de Bogotá, donde se han reunido con diversas autoridades para llevar su grito de ayuda: quieren volver a su resguardo y que las palabras escritas de la ley tengan un efecto real.
Con el rostro pintado con cálidos colores rojos, como sus ancestros, ropa occidental y un teléfono celular en la mano, Gustavo explica a Efe que a esas autoridades les ha dicho que "los que más daño está haciendo son los campesinos", muchos de ellos cocaleros.
Gustavo es también nombre ficticio, una necesidad para protegerle de las bandas criminales que podrían tomar represalias contra ellos por haber ido a Bogotá en busca de ayuda.
"Están derribando, están tumbado (árboles), están deforestando y están quemando, están talando más bosque. Eso es lo que no se debe hacer", dice desesperado Gustavo, que como muchos de los Nukak viven desplazados lejos de su territorio.
Su castellano es mejor que el de sus compañeros pero igual le cuesta comprender conceptos complejos en una lengua que no es la suya y que ha aprendido "imitando".
Con esa limitación apela a su tradición para explicar que se puede talar árboles, pero "como mucho una hectárea", es la forma de hacer que la vida en el delicado entorno amazónico sea sostenible aunque avance la frontera agrícola.
La selva es para Gustavo el territorio que le legaron sus mayores: "Nuestra casa, nuestra madre que nos da todo. Fuera de ella no sobreviviremos".
Es entonces cuando su escaso español le sirve para lanzar nítidamente su grito de desconsuelo ante la destrucción de su selva y su cultura: "Nos están destruyendo el corazón, nos están despedazando los brazos. Ese es nuestro hogar".
EFE